No quiso mirar su cara
cuando clareaba el día,
porque sus ojos llevaba,
como saetas prendidas,
en los huecos de su pena,
horadando las heridas,
que su adiós iba dejando
por la alfombra de su ida.
Ni quiso mirar su cuerpo
al amanecer el día,
porque su huella quedaba
en las ondas de su risa,
desplegando alegres
alas
cuando en sus brazos
vivía
aquel instante de fuego
con sus bocas confundidas.
Ni su cara ni su cuerpo,
borlas de brisa
marina,
de soplos de aire puro,
de lumínica amatista,
de enardecidas corolas,
de plenitud infinita,
quiso mirar en el alba,
cuando despuntaba el
día.
Y en esa almohada cálida,
que guardaba sus
caricias,
clavó su mirada huera
del cuerpo, que aún sentía
coronando sus entrañas,
colonizando sus fibras
¡e hilos de plata
afilada
orlaron la despedida!
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