Continuación de "La carta I" y "La Carta II"
"Cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con qué respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve..." (Donde el corazón te lleve de Susana Tamaro)
Sonó el despertador y no cumplió su función de despertar,
porque Laura llevaba ya mucho tiempo despierta. Ni siquiera recordaba haber
dormido algo. Le ocurría siempre que, por algún motivo especial, debía
levantarse antes de la hora acostumbrada. Su desconfianza, adquirida en el transcurso de su vida, le hacía no
fiarse ni de las máquinas. Por eso, cuando sonaron los primeros compases de la
metálica y cansina melodía, alargó al instante la mano, apagó de inmediato el timbre y, totalmente sumida en la oscuridad y rodeada por el silencio nocturno,
se sentó en la cama, cogió el batín, se calzó las zapatillas y se levantó.
A ciegas, se dirigió a la cocina. Estaba tan familiarizada
con aquel recorrido que no necesitaba iluminación para reconocerlo. Todo
estaría en el mismo lugar en el que ella se lo había dejado unas horas atrás, y
la cafetera preparada y los cruasanes muy cerca, salvo que traviesos duendecillos
hubiesen irrumpido en su espacio y hubieran dedicado la noche y parte de la madrugada
a juguetear con sus cosas de comer, porque en esa casa no vivía nada más que
ella desde que su madre cerrara definitivamente los ojos una gris y lluviosa
mañana, típicamente parisina, del mes de febrero. Desde entonces, solo unas
manos, las suyas, ordenaban y organizaban cualquier objeto, útil o inútil, de
los que formaban parte de su entorno; y solo unos pies, los suyos, pisaban
suavemente el parqué de aquel piso antiguo del Barrio Latino, tan lleno de
recuerdos, que había pertenecido a sus tíos.
Ya en la cocina, encendió la luz, enchufó la cafetera, sacó
de la panera un cruasán y se encaminó hacia el cuarto de aseo. Un buen lavado
de cara con agua fría la ayudaría a despabilarse de verdad. Eso y un buen tazón
de café la devolverían a la vida. Era la rutina de cada mañana, aunque hoy se
había adelantado la hora y el madrugón había sido de antología, pues así lo requería el momento. Tenía el mismo
sentimiento que el de una colegiala el primer día de clase, el mismo que el de un
artista en su debut o en el estreno de cualquier espectáculo. Era una especie
de comezón que empezaba en el estómago y le recorría todo el cuerpo de cabo a
rabo el que se le había instalado en su interior desde que empezó ese nuevo
trabajo. Estaba ansiosa por ver el resultado de esta obra, que la había tenido
ocupada varios meses y que, en los últimos, le había ayudado a superar la
muerte de su madre. La traducción de su primera novela se había convertido en
la mejor terapia. Hoy la mandarían a la editorial si el agente del autor daba el consentimiento
a su impresión tras el encuentro previsto para las diez.
Aunque hacía ya días
que estaba terminada y entregada, su desmedido perfeccionismo le había impuesto
una última revisión de las revisiones previas. De madrugada, sin ruidos, sin
llamadas, sin interrupciones, se concentraría en ese último repaso, con el fin
de extraer aquellos pasajes más relevantes para el desarrollo de la trama, en
los que debía captar con total acierto el humor inteligente, vertido con fina
ironía, y la sicología complicada de su protagonista, del autor valenciano, tan
de moda en España, que le había tocado en suerte traducir al francés. Esperaba
llevarlo todo controlado para que no hubiera objeciones de ningún tipo y se le
diera luz verde al proyecto ese mismo día. En esas horas que hoy le robaba a su
descanso, contaría con el tiempo necesario para perfilar su exposición sin
cometer el más mínimo derrape, al menos esa era su intención.
Así era ella. Detestaba los errores, sobre todo los debidos
a despistes. Si el error obedecía a una falta de capacidad para hacerlo mejor,
se lo perdonaba, pero no se permitía cometerlo por pereza. Al trabajo había que dedicarle todo el tiempo necesario para
dar de sí misma lo mejor. Era lo aprendido: esfuerzo y diligencia, diligencia y
esfuerzo, aunque a veces le disgustara su radical exigencia. Y, en
esta situación, la diligencia era poca. Un autor de moda, una novela de éxito y una
recién estrenada traductora de narrativa conformaban un cóctel explosivo, en el
que ella se llevaría la peor parte en caso de explotar, y no tenía interés
alguno en ser una traductora suicida y salir volando por los aires antes de
despegar. Sabía que los ojos de la crítica la escudriñarían a fondo y, si la
novela no llegaba a tener el éxito esperado en el mercado francoparlante, la
responsabilidad caería sobre sus espaldas. Se jugaba mucho. No era solo su
prestigio, también estaba en juego su honra personal, su amor propio y la
admiración que sentía por el autor de “La soledad era eso”1, una de sus novelas favoritas de los últimos tiempos. No
quería fallar ni fallarle.
Se secó la cara y se miró al espejo para arreglarse un poco su rizada melena. Recordó por un momento los consejos que siempre le había
dado su madre y sonrió con una amarga ternura. ¡Su madre! ¡Cómo la echaba de
menos! Desde pequeña le había inculcado que una mujer, al levantarse, saliera o
no de casa, tenía que asearse y prepararse como si, en cualquier momento,
pudiese llegar una visita o tuviese que acudir a una urgencia.
-Laura, antes de nada,
el aseo personal- le decía algún domingo o día de fiesta, en el que se hacía la
remolona y tardaba más de la cuenta en ducharse, cambiar su cómodo pijama por
ropa de calle y estar preparada para lo que fuera-. En pijama no me gusta que
andes por la casa. Nunca se sabe quién puede venir o dónde has de salir. Desde
que una se levanta, debe estar presentable.
A fuerza de repetirlo, fue su madre consiguiendo que su
tendencia a dejarlo todo para “luego” se fuera minando y acabara por
desaparecer. ¡Lástima que esa diligencia solo la aplicara a lo externo! En lo
tocante a sus sentimientos, ya era otro cantar. De esta forma la acción de
levantarse de la cama se había convertido en todo un ritual repetido desde su
niñez. Ni siquiera sus casi treinta años en contacto con las costumbres
francesas lo habían socavado. Eso sí, todo con moderación. Ni mucho arreglo ni
poco, sino el suficiente para estar presentable, haciendo gala del aforismo
griego que solía repetirse en cualquier situación comprometida: “De nada,
demasiado”.
De las costumbres
francesas, solo el cruasán había conseguido conquistarla y había entrado a formar parte, en todas las ocasiones
extraordinarias, de su desayuno, sustituyendo a los exquisitos tejeringos, que su madre les compraba los domingos. Para el resto de la semana, el típico
mollete con aceite, tan suculento, que tomaba de pequeña, lo había desbancado,
por imperativo de fuerza mayor, la crujiente baguette, aunque seguía
prefiriendo el aceite como aderezo. Siempre que era posible, su hermano se
encargaba de enviárselo desde su tierra. No le hacía asco a las tostadas
francesas con mantequilla, no. Es más, le gustaban, pero solía tomarlas fuera,
rara vez en casa. Ahora bien, lo insustituible era el espléndido tazón de café,
imprescindible para poder hacerle frente al día con las neuronas bien despiertas. Y
como se trataba de un día diferente, lo más recomendable para iniciarlo con buen pie era
acompañarlo de un cruasán, untarlo bien de mantequilla, y comérselo. Sin duda, lo mejor que podía pasarle al cruasán2 y, sobre todo, a ella.
Mientras se peinaba, examinó con atención su cara. ¡Otro surco más!- se dijo con indiferencia. ¡Cómo marca la vida! A sus casi 50 años era natural que su rostro reflejara el paso el tiempo. Y era normal que, un día sí y otro también, una nueva estría irrumpiera en su cuerpo. ¡El tiempo destructor! El discurrir del tiempo y sus huellas, como marcas estampadas por hierros candentes en toda la geografía de su físico, eran el fatal obsequio que el sufrimiento, provocado por todo aquello que se había quedado en el camino, le dejaba en herencia, el peaje que había que pagar por seguir siendo una superviviente.
Mientras se peinaba, examinó con atención su cara. ¡Otro surco más!- se dijo con indiferencia. ¡Cómo marca la vida! A sus casi 50 años era natural que su rostro reflejara el paso el tiempo. Y era normal que, un día sí y otro también, una nueva estría irrumpiera en su cuerpo. ¡El tiempo destructor! El discurrir del tiempo y sus huellas, como marcas estampadas por hierros candentes en toda la geografía de su físico, eran el fatal obsequio que el sufrimiento, provocado por todo aquello que se había quedado en el camino, le dejaba en herencia, el peaje que había que pagar por seguir siendo una superviviente.
Pensó con una burlona
sonrisa que, si su rostro fuese un museo de arrugas, cada una de ellas podría ser
identificada con un cartel, como se hace con las piezas expuestas, en el que
figuraran fecha, lugar y causa de la rugosidad. Se imaginó la cara así decorada y no pudo evitar reírse. No era
mala esa idea. No, no lo era. Así evitaría preguntas incómodas y, al mismo
tiempo, desnudar su alma y divulgar sus vivencias más lacerantes; además, con la
cara llena de cartelitos se cubrirían al completo los estigmas. Mucho
mejor que con la cirugía estética, tan de
moda. Y el procedimiento sería más barato. Ella, por lo pronto, siguió
con su ritual y se embadurnó con una buena hidratante. ¡Tampoco había que dejar
a la “edad ligera” tatuar a su antojo y soltura! Alguna resistencia debía oponérsele,
aunque fuera con cuatro potingues, para que no campase a sus anchas dejando marcas
a placer.
El ruido de la
cafetera la extrajo de sus pensamientos y acudió deprisa a la cocina en busca
de su droga matutina. Así llamaba al único café que se tomaba en todo el día:
su droga y su manjar. Le gustaba con poca leche y con mucho azúcar, para
dejarla asentada en el fondo y tomarla con cucharilla como último sorbo. Eso
pretendía: afrontar los días con dulzor en la boca para contrarrestar el sabor agrio de las
penalidades de la existencia.
Cuando le dio el
último bocado al cruasán, se dirigió al despacho y encendió el equipo con el
fin de ir ganando tiempo mientras se lavaba los dientes. Volvió a mirarse en el
espejo y ya, preparada para la tarea, entró de nuevo en su lugar de trabajo.
Aún andaba el ordenador abriendo programas y con el antivirus en pie de guerra. Como era incapaz de mantenerse sin hacer nada, se dedicó a repasar con la vista las fotos que decoraban su estantería poblada de libros. En esas fotos, unas en blanco y negro y otras en color, se hallaban cautivas, en momentos muy especiales, las personas más importantes de su vida: su familia. Las repasó todas en un rápido vistazo, pero sus ojos se detuvieron, cargados de consternación y añoranza en una muy significativa, la última instantánea en la que aparecían todos: sus padres y sus tíos, unos segundos padres para ellos, su hermano, ataviado con sus galas de novio, junto a su reciente esposa, el día de su enlace y a su lado, ¡cómo no!, ella misma, o sea “el número primo”, como solía llamarla su madre. Se sonrió de nuevo. “¡El número primo!-¡qué apodo más bien traído! No solo evidenciaba la afición lectora de su madre3, sino que también demostraba su exquisito y perspicaz humor”- pensó.
Yes que su soledad física era una realidad tras tres matrimonios fallidos. Tres bodas, tres fracasos. Y su madre, como no podía ser de otra forma, había acusado el golpe y recurría al humor como medio de sobrellevar el aislamiento de su hija, que había transformado su carácter. De su Laura alegre y confiada de la juventud poco quedaba. Cada vez más precavida, cada vez menos comunicativa, tejiendo un impermeable caparazón, del que de tarde en tarde salía y al que regresaba otra vez recubriéndolo con una nueva costra cuando la vida volvía a golpearla, tragándose en silencio sus tropiezos y sus desencantos. Solo su escéptica y huidiza mirada mostraba el premio a la consolidación de su fracaso. Siempre sospechó que el motivo de ese cambio de actitud provenía de su ciudad y de su juventud, pero jamás le preguntó nada, excepto en una ocasión. Bajo el ardor de una discusión tonta, soltó una frase que vino a delatarla y puso a Laura en guardia.
Aún andaba el ordenador abriendo programas y con el antivirus en pie de guerra. Como era incapaz de mantenerse sin hacer nada, se dedicó a repasar con la vista las fotos que decoraban su estantería poblada de libros. En esas fotos, unas en blanco y negro y otras en color, se hallaban cautivas, en momentos muy especiales, las personas más importantes de su vida: su familia. Las repasó todas en un rápido vistazo, pero sus ojos se detuvieron, cargados de consternación y añoranza en una muy significativa, la última instantánea en la que aparecían todos: sus padres y sus tíos, unos segundos padres para ellos, su hermano, ataviado con sus galas de novio, junto a su reciente esposa, el día de su enlace y a su lado, ¡cómo no!, ella misma, o sea “el número primo”, como solía llamarla su madre. Se sonrió de nuevo. “¡El número primo!-¡qué apodo más bien traído! No solo evidenciaba la afición lectora de su madre3, sino que también demostraba su exquisito y perspicaz humor”- pensó.
Yes que su soledad física era una realidad tras tres matrimonios fallidos. Tres bodas, tres fracasos. Y su madre, como no podía ser de otra forma, había acusado el golpe y recurría al humor como medio de sobrellevar el aislamiento de su hija, que había transformado su carácter. De su Laura alegre y confiada de la juventud poco quedaba. Cada vez más precavida, cada vez menos comunicativa, tejiendo un impermeable caparazón, del que de tarde en tarde salía y al que regresaba otra vez recubriéndolo con una nueva costra cuando la vida volvía a golpearla, tragándose en silencio sus tropiezos y sus desencantos. Solo su escéptica y huidiza mirada mostraba el premio a la consolidación de su fracaso. Siempre sospechó que el motivo de ese cambio de actitud provenía de su ciudad y de su juventud, pero jamás le preguntó nada, excepto en una ocasión. Bajo el ardor de una discusión tonta, soltó una frase que vino a delatarla y puso a Laura en guardia.
-Nunca entendí por qué
acabaste cediendo a nuestros deseos y te viniste a París. Algo muy grave tuvo
que pasarte, que te desligó de tu gente y de tu tierra. Algo que nunca has
querido revelar.
-Fue la mejor decisión
para mi futuro- afirmó Laura con mucha tibieza y poca convicción.
Su madre hizo gala de su
perspicacia y no volvió jamás a tocar el tema. Pero la preocupación por
la soledad de su hija ni la callaba ni la disimulaba. Laura la entendía. Entendía
a la perfección, a pesar de no ser madre, el extremo desvelo de la suya.
Sabedora de que, por ley de vida ellos, tan protectores, se irían antes, temía
dejarla sola “en esta extraña tierra de
gabachos”, como acostumbraba a remacharle cada vez que la ocasión se
presentaba. Por más que la tranquilizara con el argumento de que los tiempos
habían cambiado, que en la actualidad
las mujeres sabían desenvolverse
bien y valerse por sí mismas, que lo importante era rodearse de buenos amigos y
otras ideas similares, su madre no dejaba ni un momento de pedirle que
regresara a España cuando ellos muriesen. “Busca el calor de los tuyos” era su
cantinela preferida. Esta petición se había convertido en una súplica constante
y angustiada cuando supo que la enfermedad que la tenía postrada en la cama era
irreversible.
- Prométeme que
volverás y moriré tranquila- le pedía con ojos suplicantes-. Prométemelo.
Ella se limitaba a
callar y a cambiar de conversación para desviar el tema que le removía la vieja
herida. Se resistía a las promesas, porque, consciente de que debía volver y
saldar sus deudas con el pasado, no se había decidido todavía a hacerlo y se
negaba a prometerlo ante la falta de una absoluta certeza para poder cumplirlo.
Toda una vida
entregada a engañarse, a esconderse, a negarse, a sepultar el pasado, y tuvo que ser su última pareja, un “parlero”
argentino el que pusiese el dedo en la llaga. Gracias a él, había logrado reconocer la auténtica causa de
su inmadurez emocional. Treinta años de su vida consagrados a flagelarse con las mentiras más absurdas. Nada más que él pudo conseguir que aceptara la verdad de su derrota, cuando, ante el deterioro de su
relación, ejerció con ella su profesión de psicoanalista.
- Vos no podes amar a
nadie. Vos tenés que arreglar las cuentas con el pasado. Vos podrás entonces ser
dueña de tu destino.
Le dolieron
profundamente esas palabras, porque el charlatán de su porteño había dado en el
clavo. Y lo que nunca admitió ni siquiera ante ella misma, acabó admitiéndolo
ante aquel hombre prepotente y presuntuoso,
pero agudo e inteligente.
Hubiese deseado arreglar la relación con parches. Había sobrepasado con creces los cuarenta y necesitaba estabilidad. Se resistió hasta lo imposible a aceptar el fracaso, pero, cuando el alejamiento se interpuso en la pareja y los silencios se convirtieron en aliados, Héctor ejerció con ella a fondo su profesión y le dejó claro el diagnóstico: “Conflicto sentimental no resuelto” y, como colofón, el abandono.
Hubiese deseado arreglar la relación con parches. Había sobrepasado con creces los cuarenta y necesitaba estabilidad. Se resistió hasta lo imposible a aceptar el fracaso, pero, cuando el alejamiento se interpuso en la pareja y los silencios se convirtieron en aliados, Héctor ejerció con ella a fondo su profesión y le dejó claro el diagnóstico: “Conflicto sentimental no resuelto” y, como colofón, el abandono.
-Necesito una mujer
sana emocionalmente, una mujer que tenga
la capacidad de amar y no una fiera herida que me vea como una madriguera, donde
poder esconderse de sí misma y de sus temores- aseveró, antes de darle el portazo, con contundencia y con la seguridad propia de un sicoterapeuta de
éxito.
Así era Héctor, claro como el cristal y de una crueldad extrema cuando la razón lo asistía.Y en esta ocasión lo asistía. Tenía toda la razón del mundo. La que ella
se había negado desde el momento en que renunció a aclarar las cosas con Miguel y tomó
el camino más fácil y más dañino, el de la huida. Porque su marcha a París, su
exilio en tierras francesas, sus excesivas tareas, sus becas de verano para
estudiar en otros países, las escasas visitas a su ciudad natal, la mínima
relación con sus amigos de entonces, a los que, intencionadamente, nunca
preguntó por Miguel (lo poco que sabía sobre su vida ya se encargaba Carmen de
contárselo), perseguían el único objetivo de blindarse contra la verdad y evidenciaban su incapacidad y falta de coraje para
hacerle frente a una realidad, que la amordazaba, impidiéndole seguir avanzando.
Y, aun sin tener consciencia de ello, había dedicado sus mejores años a ser una
fugitiva de sus propios sentimientos, sepultando entre el trabajo y la razón,
un corazón que aún se estremecía cuando la imagen de Miguel se instalaba sin
permiso en su interior.
El hundimiento de su última relación se convirtió, paradójicamente, en su tabla
de salvación. Entonces pudo entender y asimilar su fracaso afectivo y aceptar
sin tapujos la causa y el origen de su naufragio, enterrados en una honda sima de orgullo y de
tozudez.
Aquel joven de
piernas largas y flacuchas, de mirada profunda y soñadora, que, desde que tuviera
uso de razón, le había robado el alma, continuaba, a su pesar, presente en su
vida. Y por mucho empeño y ganas que hubiese puesto en desterrarlo, nunca había podido conseguirlo. Pero lo que, en este momento, realmente le dolía, no era ni su infelicidad ni su soledad, sino su falta de
honestidad. No había sido honesta con sus parejas, porque no lo había sido
consigo misma. Sus largas conversaciones con Héctor, que desembocaron en la
separación, la habían redimido, porque, al fin, como los adictos a
cualquier droga que quieren desintoxicarse, había terminado por admitir la
gravedad de su problema. Esa aceptación
la conducía indefectiblemente por el camino acertado para enderezar su vida
ahora, que aún no era demasiado tarde, sin andar huyendo hacia tierra de nadie
desertando de su yo más íntimo.
Por eso, cuando su madre le volvió a pedir que regresara a España con los suyos, pese a contar con un impedimento inmediato y no poder hacerlo en breve, al menos tenía ya clara la determinación de regresar, localizar a Miguel y hablar abiertamente de la carta y de sus consecuencias. Estaba totalmente decidida a seguir su futuro sin máculas, sin cadenas, sin disfraces.
-Mamá, ahora no puedo
regresar. Ya sabes lo ilusionada que estoy con este nuevo proyecto. Siempre fue
mi sueño- afirmó mirándola con inmenso amor a unos hermosos ojos verdes, lo
único que resplandecía en un rostro macilento y desfigurado por la enfermedad-,
pero, te prometo que volveré y tú, conmigo.
- Cuando lo acabes,
hija, cuando lo acabes. No hay prisas. Yo lo único que deseo es que regreses. Las
nuevas tecnologías te permitirán trabajar desde allí en lo que quieras. Estarás
en tu tierra, con los tuyos y podrás seguir con este trabajo- expresó su madre con la mirada cansada,
pero triunfante.
Rodeó con sus manos la mano, cálida y delgada, de su
progenitora y, mientras intentaba contener unas díscolas lágrimas, se escuchó a
sí misma prometérselo de nuevo.
-Lo haré, mamá, lo
haré. Volveré. Volveremos a España.
Su madre cerró los ojos y le pidió que corriera las cortinas.
Quedó en penumbra la habitación. Laura salió y la
dejó descansar. Ambas sabían que el final no se haría esperar, por mucho que
disimulasen. El decaimiento y pérdida de fuerzas de los últimos días indicaban que estaba próximo. Nunca le pidió que la llevara a España para morir entre los suyos. Así de generosa era. Únicamente manifestó su deseo de que sus cenizas se depositaran en el columbario del cementerio de la pequeña ciudad de provincias, en la que nació, se casó y dio a luz a
sus dos hijos.
El primero en morir
fue el tío Auguste. Una terrible enfermedad lo había ido minando y, en pocos meses,
acabó con la fortaleza y entusiasmo de aquel parisino extravagante, humanista y
bondadoso como pocos, que había sido un segundo padre y su mecenas. A los dos
años, sin avisar, la muerte se llevó a su amado padre. Poco pudo disfrutar de su
merecida jubilación y de París. Apenas llevaba dos años en la hermosa ciudad
del Sena. Se echó a descansar después del almuerzo y no despertó de la siesta. Les
siguió su entusiasta y divertida tía Maruja. Con ella la muerte fue
más generosa en su rapto, pero más despiadada. Se la llevó poco a poco, sin prisas. Y vino a rematar su trabajo, apenas dos meses atrás, arrebatándole a su madre, dejándola en una casa llena de
sombras y vacía de presencias.
Su hermano hacía años
que volvió a España. Primero el trabajo,
después el amor y siempre la querencia por su tierra. A pesar de que había
entre ellos una estrecha relación, que se materializaba en conversaciones telefónicas
o contactos por correo electrónico, la separación espacial era un hecho. Se había instalado en su ciudad natal con su mujer y
sus hijos a miles de kilómetros de donde se hallaba ella, envuelta en brumosos
recuerdos y sola, en una soledad física llevadera, aunque con un vacío
espiritual demoledor.
Abrió el archivo y contempló su obra. Experimentó una
satisfacción enorme. Ante su ojos se hallaba
el resultado de su esfuerzo: “La follie d’une femme”4. Era la traducción que le había dado al título original de
la última novela de Juan José Millás, que tanto éxito y reconocimiento de la crítica
estaba obteniendo en España, su ópera prima como traductora de
novela de un autor consagrado.
Se había dedicado toda su vida a la traducción técnica. Se
pagaba bien y le permitía sobrevivir sin estrecheces, pero su inmenso amor a la
Literatura la había llevado a alternarla con traducciones de poemas y relatos
de diferentes escritores para revistas
literarias de escasa divulgación. Estos trabajos o eran gratuitos o estaban mal remunerados. Sin embargo, traducir
a Garcilaso o a Ronsard, o a cualquiera de los clásicos, intentando conservar la
raíz del sentimiento y las rimas tan equilibradas de sus poemas, era un premio para
ella, una inestimable compensación, que ningún dinero podía pagar.
Desde que
finalizara la carrera, su máxima aspiración había sido dedicarse a la
traducción literaria, pero esa salida profesional les estaba vedada a los
neófitos, porque todos los puestos los copaban traductores con pedigrí. Por
eso, el haber conseguido este encargo, aunque fuera ya a una edad tardía, era un regalo inapreciable y una
oportunidad única, que tenía que aprovechar.
Anhelaba en lo más
hondo de su corazón que, en la reunión prevista con todo el equipo al completo de la editorial y con la presencia
del agente literario del novelista español, no se le pusieran muchas trabas a
su labor y la traducción fuera aceptada sin más. Le urgía un descanso para
regresar a España y arreglar sus cuentas con el pasado.
La primera revisión había alcanzado su
objetivo. Su jefe, un ejecutivo serio, exigente y agresivo, incluso había valorado positivamente algunos
giros elegidos para fragmentos, formal o temáticamente complicados, del relato,
elogiando la traducción del título. “¡Mucha
más sonoridad! Un acierto”, fueron sus parcas palabras. Ante este veredicto
favorable, su confianza había crecido y, pese a que quedaba pendiente la última
fase, la más temida, se hallaba discretamente tranquila. Y eso que hoy le tocaba
lidiar con un morlaco, que no era otro que Monsieur Rauchs, el prestigioso
representante de Millás. De nariz aguileña, mirada petrificante (lo que le granjeó el apodo de “La Gorgona") y garras de
león, era muy temido en los medios editoriales. Su actitud belicosa en la negociación había causado más de un dolor de
cabeza.
Por los pasillos de
la editorial corría el rumor de que posiblemente esa mañana estuviera
acompañado por el autor, que, aprovechando su estancia en la capital para
intervenir en un ciclo de conferencias del Instituto Cervantes, lo acompañaría.
Este rumor, lejos de inquietarla, le agradaba. Había oído muchos elogios acerca
del carácter campechano y afable del columnista de El País y le hacía ilusión poder saludar al creador de “Elena Rincón”, uno de los personajes femeninos
de ficción más conseguidos en la Literatura de los últimos tiempos, equiparable a Emma Bovary, a Ana
Ozores, y a un largo etcétera de mujeres, bien perfiladas por obra y gracia de
excelsos escritores con una capacidad introspectiva admirable para captar los
entresijos del alma femenina.
Desde que leyó la novela, recién salida del horno, empatizó con aquella mujer arrinconada en sí misma, perdida en el marasmo de su propia apatía e incapaz de hacerse cargo de su identidad. Así se había sentido ella: dando vueltas y más vueltas, como en un tiovivo, sin timón ni dirección. Ahora su voz, como la de Elena, no sale ya del ventrílocuo que maneja el títere. Ahora, su voz, como la de Elena, la dicta su interior y su convencimiento. El “luego” para su búsqueda vital ha quedado acorralado por el “ahora”. La decisión está tomada y tiene la firme seguridad de que la edad de las tinieblas ha sido vencida por una nueva era luminosa.
Desde que leyó la novela, recién salida del horno, empatizó con aquella mujer arrinconada en sí misma, perdida en el marasmo de su propia apatía e incapaz de hacerse cargo de su identidad. Así se había sentido ella: dando vueltas y más vueltas, como en un tiovivo, sin timón ni dirección. Ahora su voz, como la de Elena, no sale ya del ventrílocuo que maneja el títere. Ahora, su voz, como la de Elena, la dicta su interior y su convencimiento. El “luego” para su búsqueda vital ha quedado acorralado por el “ahora”. La decisión está tomada y tiene la firme seguridad de que la edad de las tinieblas ha sido vencida por una nueva era luminosa.
Mira el reloj. Se aproxima el momento ansiado y su intervención está ya lista. Mientras imprime las hojas y pasa el archivo al pendrive, prepara la carpeta. Recuerda que ha quedado con su amiga Nathalie para tomar el aperitivo y almorzar una vez acabada la reunión. Van a celebrar el fin de su reclusión en los “cuarteles de invierno”, aunque se rechace el proyecto, aunque una tormenta amenace París, aunque el Apocalipsis estuviera cercano, habrá celebración, porque hay mucho que celebrar. Y se beberán una buena botella de Chardonnay y degustarán un delicioso asado de cordero lechal con tomillo y ajos “Chez la vieille Adrienne”, cerca del Museo del Louvre. De sus pensamientos la saca el allegro de la “Sinfonía del Nuevo Mundo” de su móvil. Es Nathalie.
- Bonjour, mon amie. ¿Has terminado ya
con tu ingente y acaparadora faena?
- Bonjour, Nathalie. Sí. Ya he terminado. En breve salgo para la editorial.
- Très bien, mon amie. Ya he reservado la mesa Chez la vieille Adrienne.
- ¡Estupendo! Quedamos sobre la una para tomar el aperitivo. ¿Te parece bien?Si alguna de
las dos se retrasara, nos damos un toque.
- Oui, Oui. Y ¡bonne chance, mon amie!- le desea.
- Oui, Oui. Y ¡bonne chance, mon amie!- le desea.
- Muchas gracias, Nathalie. Hasta luego.
- Au revoir, Laura.
Vuelve a mirar el reloj. Todavía tiene tiempo
para ducharse tranquilamente y vestirse con parsimonia. El atuendo que va a
ponerse lo ha dejado preparado la noche anterior. Tampoco para eso le gustan
las improvisaciones. Ha elegido un primaveral traje negro de dos piezas con top
beige y botines del mismo color. Como complemento, un foulard negro con grandes
lunares en diferentes tonos tierra. Se
llevará la gabardina, imprescindible en esta revoltosa primavera que se ha presentado en París.
El día ha amanecido despejado, pero desde la
ventana de su dormitorio ha atisbado
pequeñas nubes grises, que en cualquier momento pueden descargar sobre la
ciudad. Antes de salir, vuelve a mirarse en el espejo del pasillo. Se encuentra
satisfecha con su aspecto y eso le da confianza. Sale al exterior con un brillo nuevo. Se
mimetiza con la tibia luz del sol que reverbera en las centenarias piedras de la acera. En diez minutos y a buen paso llegará a la Rue Mazarine. Allí
tiene sus oficinas la editorial.
Se mete de lleno en la vorágine de la vida, que bulle por las angostas y sinuosas calles del Barrio Latino, a estas horas convertidas en un hormiguero de turistas, estudiantes y repartidores, fácilmente distinguibles por su actitud y su ritmo. Unos, serenos y contemplativos, sin dejar de girar la cabeza en todas direcciones para contemplar el tipismo de unas callejuelas con solera y la grandiosidad arquitectónica de los edificios que las jalonan. Otros, en el trasiego de su tarea diaria, no se detienen a mirar ni la cara de los viandantes con los que se cruzan. Ella se confunde con la fauna humana y sigue su camino. Al pasar por delante de La Sorbonne, no puede evitar recordar el día de su llegada cuando, desorientada, pisó por vez primera la plaza, los pasillos y las aulas de ese edificio. Por un momento, la vence la melancolía al pensar en los días de tibia esperanza cuando confiaba aún en recibir una carta de Miguel, la carta que nunca llegó. Se sobrepone al instante impregnada por la alegría del día y por el espíritu de libertad que emana de las viejas y sabias piedras. Y vuela, y sueña y confía en el devenir.
Se mete de lleno en la vorágine de la vida, que bulle por las angostas y sinuosas calles del Barrio Latino, a estas horas convertidas en un hormiguero de turistas, estudiantes y repartidores, fácilmente distinguibles por su actitud y su ritmo. Unos, serenos y contemplativos, sin dejar de girar la cabeza en todas direcciones para contemplar el tipismo de unas callejuelas con solera y la grandiosidad arquitectónica de los edificios que las jalonan. Otros, en el trasiego de su tarea diaria, no se detienen a mirar ni la cara de los viandantes con los que se cruzan. Ella se confunde con la fauna humana y sigue su camino. Al pasar por delante de La Sorbonne, no puede evitar recordar el día de su llegada cuando, desorientada, pisó por vez primera la plaza, los pasillos y las aulas de ese edificio. Por un momento, la vence la melancolía al pensar en los días de tibia esperanza cuando confiaba aún en recibir una carta de Miguel, la carta que nunca llegó. Se sobrepone al instante impregnada por la alegría del día y por el espíritu de libertad que emana de las viejas y sabias piedras. Y vuela, y sueña y confía en el devenir.
En poco tiempo se planta en la editorial. Sus compañeros del equipo de edición y de diseño se encuentran ya en la Sala de Juntas. Se agrega a uno de los corrillos, que se ha formado alrededor de la larga mesa. Todos expectantes ante la posibilidad de que aparezca Millás. La entrada del jefe, acompañado de Monsieur Rauchs, despeja las expectativas: el novelista no asistirá. Durante las exposiciones de todos y cada uno de los miembros del equipo, la mirada penetrante del dandy de los agentes literarios parisinos se clava en los intervinientes de forma incisiva e intimidatoria. Cuando le llega el turno, Laura lo mira con desafío y expone con serenidad sus resultados. No hay réplicas. El Señor "Gorgona" acepta todas las propuestas con complacencia y la reunión se da por terminada.
Es temprano aún y parte sin prisa al encuentro de su amiga como un turista más, mirando con detenimiento y admirando con pasión la belleza de la ciudad que la acoge. Se encamina hacia el Puente de las Artes. Al pasar por un viejo
café, desde su interior enmaderado y oscuro, envuelto en una embriagante atmósfera bohemia, se deslizan broncas notas de la garganta desgarrada de un joven Johnny
Halliday. Son quebradizos sonidos que, como aspas cortantes
de afilados
shuriken, atraviesan sus oídos y van
a clavarse en su corazón.
-“Ceux que l’amour a bleséee”, canta el francés. Y Laura se siente solidaria y en sintonía con todas las víctimas del amor, con todos los heridos en esa guerra, porque es una más del grupo, salvo que ella ha dejado ya de lamerse las
heridas.
Cuando entra en el
Puente de las Artes, una nube solitaria abre sus tentáculos sobre el centro de
París y comienza a liberar, de forma tímida y persistente, una fina llovizna,
que acaricia con mimo las verdes aguas del Sena y resbala silenciosa por los
pretiles del viejo puente. Alguna gota se detiene y se ensancha hasta disolverse en los metalizados y coloridos candados,
promesas de amor eterno de enamorados, que adornan y doblegan las barandas
del Puente del Amor.
Laura toca suavemente uno de estos candados, nexo de dos almas, cuyo destino ha podido bifurcarse. Sabe que ni su nombre ni el de Miguel aparecerán nunca grabados en ningún candado de ningún puente de ninguna ciudad del mundo. Sabe que no habrá ninguna llave arrojada a las turbias aguas de ningún río de ningún país del universo. Sin embargo, ella se siente aún atada a ese amor de juventud. Sin candados, sin cerrojos, sin cadenas, sin ataduras explícitas, sigue encadenada a Miguel con lazos invisibles y quiere saber por qué.
Laura toca suavemente uno de estos candados, nexo de dos almas, cuyo destino ha podido bifurcarse. Sabe que ni su nombre ni el de Miguel aparecerán nunca grabados en ningún candado de ningún puente de ninguna ciudad del mundo. Sabe que no habrá ninguna llave arrojada a las turbias aguas de ningún río de ningún país del universo. Sin embargo, ella se siente aún atada a ese amor de juventud. Sin candados, sin cerrojos, sin cadenas, sin ataduras explícitas, sigue encadenada a Miguel con lazos invisibles y quiere saber por qué.
La lluvia continúa su monótona cantinela besando su cuerpo y su cabello y su cara. Laura mira al cielo en un afán de recibir las gotas, como maná purificador.
Lo mismo que la mariposa que acaba de abandonar su crisálida, se hace con las riendas de su destino. Llamará a Carmen para preguntarle abiertamente por Miguel y
pedirle alguna dirección de contacto. En cuanto la consiga, le escribirá o lo
llamará. Es su tarea inmediata. Necesita la verdad, por muy
dolorosa que pueda haber sido y necesita, sobre todo, renacer a la vida sin
rémoras. Está obligada a conocer si su infelicidad ha tenido algún sentido.
Al llegar a las
inmediaciones del Museo del Louvre, se detiene en seco y busca el móvil en uno de los compartimentos de su bolso. No más demoras. Cuando está a punto de
marcar el número de Carmen, los compases de la sinfonía de Dvorák la sorprenden. “Nathalie va a retrasarse”-
es su primer pensamiento. Pero no, no es Nathalie. Una voz masculina, rajada, afectiva y remotamente familiar, se escucha
al otro lado del auricular.
-¿Laura?, ¿Laura García?- pregunta el emisor un tanto
dubitativo.
-Sí, soy yo- afirma la receptora desconcertada.
- Laura, soy Miguel,
Miguel Jáimez. Fuimos amigos y compañeros de estudios cuando jóvenes. ¿Me
recuerdas?
Laura se queda atónita. En apenas segundos y a cámara
rápida, como en las películas de cine mudo, desfilan por su mente, con una
velocidad vertiginosa, fotogramas ordenados
cronológicamente de todos y cada uno de los momentos vividos junto a Miguel.
Miguel en el parque, en las calles del pueblo, en los bares, en el cine, en el Colegio... Miguel, solo, con amigos, a su lado...Miguel
en Navidad, en Semana Santa, en las fiestas… Miguel en primavera, en verano, en
otoño, en invierno. Sus largas y flacuchas piernas recorriendo los rincones de
aquella ciudad donde se había sentido tan feliz, tan plena, tan realizada, y su
acariciadora mirada ocupando su pasado, y colonizando, en la imagen congelada del día
en que sus ojos se cruzaron por última vez, también su presente.
La vuelve a apresar la misma inquietud de entonces. Quiere responder lo que sea, responder con rapidez, pero las palabras se quedan atascadas en su garganta. A duras penas se recompone, a duras penas se hace con el control. Y, cuando lo logra, se yergue victoriosa y en un tono bajo, casi imperceptible, pero sereno y confiado, acierta a decir:
La vuelve a apresar la misma inquietud de entonces. Quiere responder lo que sea, responder con rapidez, pero las palabras se quedan atascadas en su garganta. A duras penas se recompone, a duras penas se hace con el control. Y, cuando lo logra, se yergue victoriosa y en un tono bajo, casi imperceptible, pero sereno y confiado, acierta a decir:
-Sí, Miguel. Te recuerdo.
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1. Novela de Juan José Millás, premio Nadal de 1990.
2."Lo mejor que le puede pasar a un cruasán" de Pablo Tusset, publicada en 2001.
3."La soledad de los números primos" de Paolo Giordano, publicada en 2008.
4."La mujer loca" de Juan José Millás, publicada en 2014.
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1. Novela de Juan José Millás, premio Nadal de 1990.
2."Lo mejor que le puede pasar a un cruasán" de Pablo Tusset, publicada en 2001.
3."La soledad de los números primos" de Paolo Giordano, publicada en 2008.
4."La mujer loca" de Juan José Millás, publicada en 2014.